jueves, 22 de julio de 2010

SEXO, GÉNERO Y MATRIMONIO .Inés Riego de Moine


A- No podríamos hablar de sexo, género y matrimonio y de su relación intrínseca sin hablar de la persona y de su ley natural. Porque, más allá de las discusiones filosóficas acerca de si existe o no la “naturaleza humana” y si corresponde llamarla así en el caso de que efectivamente la hubiera, lo ciertamente indiscutible es que la persona tiene su “ley natural”, un orden que la rige, pues de lo contrario no cabría hablar ni legislar sobre infinidad de temas que le son atinentes, como los Derechos Humanos. ¿Quién podría en conciencia oponerse a ellos y a su universalidad?

B- Esa ley natural es la del amor humano puesto que la persona nace, crece, madura y muere bajo el orden del amor, -ordo amoris- encontrando sólo aquí su mejor definición: “Amor est nomen personae” (Santo Tomás), “Soy amado luego existo” (Carlos Díaz), lo que significa claramente la primacía del ordo amoris por sobre todas las demás caracterizaciones o condiciones humanas. En apretada síntesis ha dicho Martin Buber: “los sentimientos habitan en el ser humano, pero el ser humano habita en su amor”. El amor es el ‘lugar’ natural del ser humano, lo contrario a este amor fundacional que lo define es lo in-digno, lo in-humano, lo im-personal. Esto, advertido por el mismo Buber, no es metáfora sino la pura realidad.

C- Hoy hablamos de ‘sexo’ y de ‘género’ insistiendo en la distinción. El discurso diario está sembrado de estos términos cargados de ambigüedades, que abarcan desde el ámbito de lo privado e íntimo de las personas hasta el ámbito de lo público, lo político y lo legislativo que nos inquieta en esta coyuntura. Mientras la cultura dominante -marcada por la ideología de género- insiste en afirmar que se nace con el sexo mientras el género se hace, que el sexo es condición física pero no determinante y el género es lo auto-determinado, suponiendo antagónicas a la naturaleza -ámbito de lo físico y necesario-, y a la cultura -ámbito de la libertad-, eludimos casi siempre pensar en la raíz antropológica del problema: la persona es siempre persona sexuada porque ella en su integridad, desde su fecundación en el seno materno, es un ser destinado al amor de un tú en general y de pareja en particular. Es decir, destinado al encuentro con ‘alguien’ que elegirá como compañero o compañera y sólo en y desde este encuentro consumará el sentido total de su existencia. Asimismo, los que eligen no vivir en relación de pareja lo hacen generalmente buscando consumar el encuentro a otro nivel, especialmente los consagrados a Dios. Por eso, la sexualidad humana sólo se entiende desde el ámbito de la persona, y decir persona es decir, inexorablemente, relación interpersonal, encuentro, reciprocidad, amor.

D- Desde aquí, aclarado este horizonte de comprensión, recién podremos hablar con propiedad diciendo que la persona homosexual, al igual que la persona heterosexual, puede cumplir o no con esta ley natural humana, no sólo fisiológica, según ame o no personalmente con todo lo que implica “amar personalmente”. Lo cual significa que no es lícito separar persona y sexo, pues la sexualidad es el abc de la identidad personal, es el ‘ahí’ desde donde la persona “esculpe su propia estatua”. Podemos distinguir por motivos pedagógicos, filosóficos o lingüísticos, pero de suyo sexo y persona son indistinguibles en la realidad no significando esto que la persona se reduzca a su sexualidad. La persona entera expresa con su vida la ley del ‘ordo amoris’ que dice profundamente: “yo no soy sin amarte ni sin ser amado por ti”. El amor es un principio que funda realidad.







E- En este “soy” (o su negación el “no soy”, por la vía negativa) se pone de manifiesto nada menos que la identidad personal, esto es, aquello por lo que puedo decir “ésta o éste soy yo”. Pero esta identidad por la que me afirmo principalmente como mujer o como varón y que se compone de infinidad de factores, tiene su origen primero en la sexualidad como constitutivo-constituyente esencial de la persona. Su identidad biológica, masculina o femenina, existe desde la fecundación, en razón de que toda persona -como la ciencia lo ha demostrado- tiene necesariamente un genotipo masculino o femenino desde la concepción, con necesidad o determinación genética. Por cierto, haciendo la salvedad de las personas excepcionales que nacen con los dos sexos (hermafroditismo). Pero al hecho biológico se añade la biografía personal, su historia, sus elecciones, en suma, su libertad, por la cual aceptará o no lo que le viene ‘propuesto’ en su corporalidad, nunca ‘impuesto’, porque hasta lo biológico puede ser negado desde un acto libre de la persona nunca exento de componentes psicológicos, culturales y sociales. Por ende, siempre la identidad de género es el resultado de una ‘danza personal’ entre dos instancias maravillosas: la genética y la libertad.

F- Pero a este juego sutil entre genética y libertad, se suma un tercer actor: la reciprocidad. Ésta debe entenderse, mucho más allá de lo estrictamente interpersonal, como “reciprocidad de las conciencias” y de las vidas que es soporte y ligadura de toda sociedad humana. La reciprocidad humana entendida como principio ontológico emerge del “para sí para otro” que cada uno de nosotros es, pues mi vida no se circunscribe en el “para mí”, sino que adquiere sentido en el “para otro”: mi existencia tiene su centro en el tú y desde este descentramiento del yo construimos el nosotros. En el tema que nos atañe su consecuencia es inmediata: si te miro como mujer te afirmo como varón, porque reflejo en ti la identidad que busco y espero. Y viceversa, si me miras como varón me confirmas en mi feminidad. Pero si en mi mirada aparece deconstruida, confusa o desdibujada la identidad del otro, las consecuencias serán muy distintas: la reciprocidad actúa aquí como un inmenso espejo relacional donde absolutamente todo lo humano se refleja. Ya sabemos que la ideología de género que avanza sin tregua pretende abolir el paradigma de género tradicional, es decir heterosexual, donde pareja y matrimonio, maternidad y paternidad, eran sinónimos de amor consolidado entre un hombre y una mujer y de sus valores tradicionales concomitantes. Y donde las identidades eran regidas por algo más comprometido y raigal aún que la libertad: los valores eternos y objetivos que cada persona hacía suyos. Hoy, sin abolir en lo esencial ese paradigma, podemos entender y aceptar que las parejas homosexuales se amen, no las recriminamos, ni las condenamos, ni las discriminamos, pues el valor de la diferencia y de los grupos minoritarios que la encarnan se ha instalado fuertemente en la sociedad contemporánea, conllevando lógicamente un trato igualitario devenido de su dignidad de personas. Y esto es obviamente un avance significativo ante tantos errores del pasado incluso validados por leyes civiles y religiosas.





G- Ahora bien, como sociedad nos corresponde bregar por el bien común que es asimismo el bien de las personas. Lo que significa poner en la mesa de discusión a la gran palabra ‘responsabilidad’ porque no existe bien común sin responsabilidad comunitaria. Si dos personas se unen por amor lo deben hacer responsablemente, porque un amor sin responsabilidad, que no responde por el otro, que no se juega por el otro, es como un deber moral sin contenido o un saber sin objeto. Por el estado esponsal -del latín spondeo, responder, prometer- los esposos, varón y mujer, ‘responden’ al amor del otro comprometiéndose a esa ‘unión de los dos’ como la máxima entrega de cada uno a su compañero, lo cual implica a la vez, para los cristianos al menos, la máxima participación en el amor de Dios pues sólo el amor de Dios es medida del amor humano. Y volvemos al principio incuestionable del amor. Pero, además, la responsabilidad de los que se aman no puede circunscribirse a la “unidad de dos” sino que, como célula básica de la comunidad humana, debe extenderse al todo del cuerpo social. Y aunque no se tome como obligación, de hecho lo que pasa en las parejas y en las familias se torna verdadera reciprocidad en la comunidad. Si como sociedad aceptamos legalizar la unión de las ‘homoparejas’, deberemos tomar muy en cuenta a qué consecuencias se expone el cuerpo social siendo él mayoritariamente compuesto por familias cuya base es el matrimonio, la unión de un hombre y una mujer con vistas a la procreación y a la plenificación de su amor. El dilema sería el siguiente, ¿optaríamos por el bien de la minoría en desmedro del bien de la mayoría?

H- El matrimonio es la institución humana que ampara el amor de la pareja heterosexual siendo su sentido primigenio el contenido en su etimología: matris-munia, “deberes de la madre”, referidos al derecho de la mujer (matri-matriz-madre) para ser madre dentro de la legalidad. Pero las homoparejas no pueden cumplir con este cometido esencial del matrimonio, el de la fecundidad abierta a la vida, razón por la cual no les cuadra a su unión esta denominación. Para subsanar, en parte, esta falencia quieren adoptar niños, a los cuales, de resultar este deseo una realidad, se los privaría de todo derecho: no sólo sufrirán por no haber sido amados por sus padres biológicos sino porque sus padres adoptivos, aún amándolos profundamente y sin desmerecerlos en su capacidad de amar, no podrán brindarles la referencia básica del amor heterosexual ni sendos modelos complementarios de identidad, masculina y femenina, imprescindibles para el adecuado y normal desarrollo psíquico y espiritual que cualquier persona en crecimiento merece.


I- Para concluir esta apretadísima exposición, debemos decir que la persona no sólo es un ser ávido de amor sino además un ser ávido de verdad. Y las verdades se expresan en valores que plasman lo bueno, verdadero, justo y bello que concebimos como aquello que significa y dignifica el universo entero: nuestra confianza básica en la realidad. Por eso, la persona es quien adhiere a valores, como Mounier lo destacara, alguien que vive la vida de acuerdo a una jerarquía axiológica que intentará encarnar en virtudes. Valores y virtudes que para serlo en una sociedad como la nuestra deberán educarse, testimoniarse haciéndose ejemplo en las personas: madres, padres, educadores, políticos, intelectuales, empresarios, obreros, etc. Si estuviéramos de acuerdo con estas verdades mínimas, entonces podríamos aspirar a un respetuoso diálogo de máximos. Para cuyo cometido no dudaríamos en desenmascarar el relativismo que atenta contra la vigencia de las verdades y los valores que nos sustentan y cohesionan como comunidad de personas, pero tampoco dudaríamos en aceptar el pluralismo que respeta al otro diferente pues sólo desde acá se puede construir una sociedad pacífica y liberadora, en la que todos puedan aspirar a una existencia personalizante y felicitante por fraterna y solidaria.



Inés Riego de Moine
Presidente del Instituto Emmanuel Mounier
Córdoba-Argentina